Texto: Juan Carlos Aguilar
Edición: Lizeth Arauz
Edición: Lizeth Arauz
El último ha
sido un año saturado de angustias y zozobras. De llanto y rabia. De una
profunda tristeza, sí, pero también de una inusitada energía que ha sostenido
la misma exigencia los últimos 365 días: ¡Vivos se los llevaron, vivos los
queremos! Ese ha sido el clamor que ha rasgado al país a lo largo y ancho del
territorio, tras la desaparición de los 43 normalistas en Iguala, Guerrero, el
26 de septiembre de 2014.
Una
exigencia que ha retumbado en cada una de las marchas y protestas en la ciudad
de México y en cada uno de los estados del país que se han sumado a esta causa.
Y sin embargo, de nada han servido las movilizaciones y los reclamos para
encontrar el paradero de los estudiantes.
Fundamentadas
en mentiras, en verdades a medias y en una falta de protocolos elementales, las
investigaciones no han dado ningún resultado. Doce valiosos meses
desperdiciados, más que por la ineptitud, por un acto doloso que ha preferido
proteger a los funcionarios involucrados y dar la espalda a los padres de los
normalistas.
La “verdad
histórica” de que los estudiantes habían sido incinerados en el basurero de
Cocula, y con ello dar carpetazo al asunto -“Ya supérenlo, la vida sigue”,
pedía el presidente Enrique Peña Nieto- resultó ser una mentira histórica. Se
esfuerzan por decir qué no ocurrió, en lugar de explicar lo que sí sucedió.
Y a la par de
este choque de posturas que ha llegado a las confrontaciones físicas entre los
manifestantes y las fuerzas policiacas, se libra también una “guerra mediática”
entre quienes defienden a ultranza los dichos de la Procuraduría General de la
República y aquellos que rechazan de tajo las versiones del gobierno.
Mientras la
televisión desalienta la protesta y trata de rijosos y violentos a quienes se
atreven a exigir justicia, los periódicos se contradicen y desinforman.
Confunden. En sus páginas, todos opinan y dan su versión de lo que, aseguran,
sí pasó, según el columnista en turno.
Ante la
tergiversación de los hechos, clara y consciente, la fotografía periodística ha
jugado un papel vital al mostrarnos cómo se conformó esta lucha que sepultó
definitivamente el sexenio de Peña Nieto.
En algunos
años, cuando revisen este tema, las nuevas generaciones leerán reportajes y
crónicas para dimensionar la gravedad del tema. Pero el entendimiento cabal no
llegará hasta que observen las imágenes de las multitudinarias marchas y de las protestas contra las autoridades.
Hasta que observen
los rostros inconsolables de los padres de familia y aquella funesta imagen de
la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa –con 43 sillas vacías y un Cristo
crucificado coronando las súplicas- que se convirtió de un momento a otro en
una sala de espera de malas noticias. No hay que imaginar, sólo observar.
Si a la
fotografía, con su alto valor informativo y su capacidad para conformar una
memoria histórica de todo lo que ha sucedido- le sumamos casos particulares de fotoperiodistas
que han logrado hacer un registro puntual y equilibrado de los principales
acontecimientos que conforman esta tragedia, casi siempre de manera
independiente -los medios de comunicación gubernamentales no se han interesado
por las coberturas de largo aliento-, el resultado es invaluable y
esclarecedor.
De los cientos
de fotógrafos que cubren el caso Ayotzinapa, muchos son los que han hecho más
que el mero registro que se ajusta a la línea editorial de los medios para los
que trabajan. Son varios los fotoperiodistas que han construido una narrativa
personal y poderosa en términos estéticos.
“QUIERO DAR LA VOZ A LAS VÍCTIMAS
DE LA CORRUPCIÓN”
Uno de ellos
es el trabajo del fotógrafo Enrique Rashide Serrato Frías (Ciudad de México, 1984), quien
ha realizado una intensa cobertura de los acontecimientos, primero para la
agencia Cuartoscuro –de la que es
corresponsal en Sinaloa desde hace tres años- y luego de manera independiente,
en su propósito, asegura, de “dar la voz a las miles de personas que todos los
días luchan para se haga justicia”.
Las imágenes
de su ensayo “Lucha por Ayotzinapa” -de las cuales siete se muestran en esta publicación- son elocuentes. En cada una de ellas se ve
la fuerza de su mirada y la pertinencia de su tiro. Va más allá de los hechos,
para registrar las emociones, la rabia y la pesadumbre. En Iguala, Acapulco, Chilpancingo
o Ayotzinapa, el resultado es el mismo.
Sin embargo,
para Rashide Ayotzinapa es el detonante de otras muchas injusticias a las que
desea dar eco. “Busco darle voz a todas aquellas personas que de una u otra
manera han sido víctimas de la corrupción que se vive en el país, desde el
nivel más bajo hasta niveles que sobrepasan todo límite, y con ello ayudar a
las nuevas generaciones a comprender lo que ocurre”.
“Echar un
vistazo al pasado es revivir una y otra vez la misma película, el mismo final.
Por eso es vital dejar un registro, mostrar la problemática que se vive en el
país. Como fotoperiodista ese es mi principal objetivo”.
Agrega: “Hay
muchos ejemplos que demuestran el valor de la fotografía como documento
histórico: ahí está el 2 de octubre del 68, el terremoto del 85, Acteal. Lo
vemos también en el trabajo que el compañero Marco Ugarte realizó durante 26
años sobre la dictadura militar de Augusto Pinochet en Chile”, dice Rashide,
quien en 2013 fue galardonado con el Premio Nacional de Fotoperiodismo por su
reportaje “Escuela de Cartón”.
Considera
Rashide que actualmente, debido a la facilidad con la que se toman y comparten
fotografías a través de internet, existe una saturación visual. “Por eso
siempre he tratado de realizar ensayos de largo aliento donde muestre mi punto
de vista. En esta primera parte de “Lucha por Ayotzinapa” mi interés fue
reflejar cómo lucha un pueblo y cómo se une en la tragedia. Nos hace
reflexionar acerca de lo que sucede, lo que puede dar la pauta para que en un futuro
cercano se dé el cambio profundo que todos esperamos”.
A un año de la desdicha de Ayotzinapa, el dolor
se ha transfigurado en un coraje inusitado. Esta historia apenas comienza y muchos
fotoperiodistas estarán ahí para registrarlo y convertirlo en historia. Así
sea.